México vive una realidad marcada por contrastes abismales. Aunque la pobreza multidimensional afecta al 26.9% de la población —unos 38.5 millones de personas—, detrás de la cifra nacional, se esconden brechas profundas entre regiones y grupos sociales.
Los datos son claros: de 2022 a 2024, la población en pobreza bajó de 46.8 a 38.5 millones, una reducción de 8.3 millones de personas, según el INEGI. En pobreza extrema, el retroceso fue menor: de 9.1 a 7 millones. La estrategia funcionó, se lee y se escucha en muchos medios.
Sin embargo aún hay pendientes. Los estados del sur encabezan las estadísticas más preocupantes: Chiapas (66%), Guerrero (58.1%) y Oaxaca (51.6%) rebasan por mucho el promedio nacional. El Estado de México, aunque con un porcentaje menor, concentra el mayor número absoluto: 5.5 millones de personas en pobreza. En pobreza extrema, los mismos estados del sur vuelven a liderar.
El impacto es devastador en ciertos sectores: el 38.7% de niños y adolescentes vive en pobreza, lo que perpetúa desventajas a lo largo de su vida. Entre quienes hablan lengua indígena, la prevalencia es de 66.3%; en afrodescendientes, 32.3%. Las zonas rurales registran un 45.8% de pobreza.
La desigualdad se vuelve brutal en la intersección de género, etnicidad y lugar de residencia: solo el 2.3% de hombres no indígenas urbanos está en pobreza extrema, frente al 37% de mujeres hablantes de lengua indígena en áreas rurales. En total, 74.5% de estas mujeres vive en pobreza, comparado con el 23.2% de los hombres urbanos no indígenas.
El INEGI subraya que “tres características que las personas no eligen condicionan dramáticamente el ejercicio de sus derechos sociales”. Los datos son públicos y fundamentales para diseñar políticas que ataquen la desigualdad estructural en México.