El sábado 6 de diciembre de 2025, una camioneta cargada con explosivos estalló frente a la sede de la policía comunitaria en Coahuayana, Michoacán, dejando al menos cinco personas muertas y una docena de lesionadas. Al principio, la Fiscalía General de la República atrajo el caso como posible acto de “terrorismo”. Sin embargo, apenas al día siguiente, la dependencia aclaró que el expediente ya no se investiga bajo ese delito, sino como un caso de “delincuencia organizada”.
Este cambio no es mera formalidad jurídica, sino que es parte de un debate sobre términos con implicaciones distintas. El terrorismo, por definición, supone una motivación política, con un objetivo ideológico o social. Agrupaciones como el Ejército Republicano Irlandés o ETA en el País Vasco cometían atentados precisamente para avanzar una causa política, la de la separación de territorios del Reino Unido y de España, respectivamente. En el caso de Coahuayana, hasta ahora no hay evidencia de una intención política.
Todo indica que se trata de una reacción del crimen organizado ante los operativos del Plan Michoacán, que busca pacificar el estado.
Este ataque, seguramente, busca infundir miedo tanto en autoridades como en población, ejercer presión, enviar un mensaje de poder. Pero eso lo convierte en un acto criminal de violencia organizada, no en un acto terrorista, en el sentido estricto del término.
Probablemente, más que la claridad conceptual, lo primero que motivó a la FGR a corregir la categorización del caso es la amenaza de Estados Unidos, pues ahora considera a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas, lo cual, según su legislación, le permitiría tomar acciones fuera de su territorio para combatirlas.
Que México aceptara que los cárteles incurren en terrorismo daría más argumentos a quienes pugnan por operaciones militares estadounidenses en el país.