La pelea a golpes entre diputadas del Congreso de la Ciudad de México es un episodio lamentable que no debería normalizarse. Una cámara legislativa es, por definición, el espacio del diálogo. La palabra parlamento viene del francés parlement, que remite a parler, hablar. Ahí se discuten las diferencias y se resuelven los asuntos públicos, con argumentos. La violencia es, en esencia, la negación absoluta de la política.
Los videos que circularon muestran que la agresión física se originó en diputadas de Morena, en particular de Yuriri Ayala, contra Daniela Álvarez, legisladora del PAN, quien recibió los primeros golpes. El conflicto venía escalando desde horas antes, en medio de la discusión por la reforma al Instituto de Transparencia de la CDMX.
Según explicó Álvarez, existía un acuerdo político previo para que el rediseño del instituto fuera tripartito, es decir, que no concentrara el poder en una sola figura. Morena y sus aliados, sostiene, rompieron ese acuerdo al impulsar un modelo que coloca la máxima autoridad en una sola persona. Ese quiebre habría cancelado el diálogo y encendido los ánimos.
Desde Morena se respondió que el diálogo ya había sido saboteado antes, pues una diputada del PRI habría cortado cables de los micrófonos para impedir la discusión. Nada de eso justifica la violencia, pero ayuda a entender cómo se fue cerrando el espacio para la palabra hasta desembocar en los golpes.
Este episodio es reflejo de un clima político cada vez más intolerante, donde las mayorías suponen que, por serlo, están autorizadas a ignorar a quienes no sean miembros de su clan, se trate de otros grupos parlamentarios, organizaciones de la sociedad civil, académicos o ciudadanos que piensan distinto.